¡Saludos, jóvenes noveles y valerosos caballeros!
Siguiendo con la publicación de los relatos, hoy os traemos al que ha quedado en segundo lugar, A LA LUZ DE MORRSLIEB del Barón de Pretto, esperamos que os guste.
La puerta rechinó. Los chillidos se alejaron. Quedó el llanto del niño.
Pero no estaba solo en el cubil. Movimientos en la sombra le hicieron reprimir sus gemidos. ¿Uno de ellos? Nuevos chillidos nerviosos lo confirmaron. Aterrado, se acurrucó entre paja sucia en una esquina, la única iluminada por Morrslieb, la luna verde, cuya luz caía del único ventanuco.
—¡Espera-aguarda! Hace tanto que hablo chillonés que olvidé que no lo usáis los moradores de la superficie. ¡Bienvenido al nido! Me llamo Tres-dedos, aunque solo me quedan dos. Soy esclavo del magnífico, «carratismático» vidente Kreesqeetil. Es mi misióncometido acogerte en su colección.
Las palabras no tranquilizaron a la nueva adquisición de Kreesqeetil. Entre sombras se adivinaba la figura de su interlocutor, encorvada como sus captores, y aunque hablaba reikspiel lo hacía con similar histerismo.
—¡Oh! ¡Tienes miedo-pánico! Te raptaron los corredores de sombras… Ha llovido tanto desde que vinieron a por mí que apenas recuerdo. ¿Te las han mordisqueado? —Al no recibir respuesta, matizó—. ¿Orejas-orejas?
La criatura se acercó sin dejar la oscuridad. Sus ojos relucieron.
—¡Oh! ¡Tienes las dos! Raro-raro. Los Eshin no suelen ser tan delicados. Tendrás que cubrirte las espaldas: sus neófitos se entrenan apuñalando esclavos de otros dueños. Cuando percibas algo raro detrás, ¡corre, incluso si no ves a nadie! Harías bien en entrenar tu olfato como Tres-dedos para detectar el picante almizcle de caza antes de tenerlos cerca.
El esclavo olisqueó vigorosamente y prosiguió:
—Nosotros, cosas-humanas, no secretamos almizcle del miedo, mas lo veo en ti. ¡Pobre ratoncito! Eres afortunado de caer en mi cubil. ¡El bueno de Tres-dedos te cuidará! Amo Kreesqeetil, predilecto de la Cornuda, no trata mal a sus mascotas como otros señores. Cuando llegué a Plagaskaven pasé por varias garras antes de acabar en las suyas. ¡Mi pelaje se eriza al recordarlo! Aunque no tuve la desgracia de servir a un sacerdote de los Pestilens. Además de su hediondez tienen por costumbre inocular ponzoñas en sus esclavos. ¡No imaginas las pústulas, llagas, furúnculos, quistes, úlceras, bubones, costras, supuraciones, abscesos! Paro, ¿verdad-verdad?
»No, los Pestilens huelen a enfermedad. Los Skryre son menos asquerosos, pero te hacen trabajar en sus fábricas hasta la extenuación; luego… ¡PAM! —El recién llegado se asustó. No tanto por la onomatopeya de su compañero como con su acercamiento. Casi había salido de las sombras—. Sí-sí, trabajé para ellos. Un día te sueltan en una ratonera y juegan a darle al blanco: tú; con uno de esos chismes alargados cuyas balas-balas atraviesan paredes. ¡Se ríen de los arcabuces imperiales! Mi exseñor, el astutísimo, «cerratebral» Ikit, tiene un cacharro nuevo, un cañón. ¡Lo vi aniquilar hileras de esclavos! Cientos, ¡miles!, reducidos a cenizas tras el fogonazo… incluidos quienes disparan. ¡Ni para comer-comer valían sus despojos!
»Más siniestros fueron mis días en los laboratorios de los Moulder sirviendo al «crerrativo» Throt. Vi dragones multicéfalos, lagartos feroces más grandes que un caballo, y cientos de monstruos tocados por el Caos. ¡Créeme, ratoncito, en sus ojos no quedaba instinto asesino sino terror cuando veían uno de esos trincha-cosas que usan allí! Emplean ungüentos para deformarlos horriblemente. Pocas criaturas sobreviven. Las que lo hacen… No querrías que te mandasen a sus comederos. ¡También experimentan con sus esclavos! Lo padecí una vez, pero la Rata Cornuda quiso que saliese casi ileso. A uno de mis hermanos de camada le trepanaron el cráneo para aspirarle los sesos y transplantárselos a una rata-ogro. La bestia, enardecida, arrasó el laboratorio tras la operación… ¡y el esclavo seguía chillando con la calavera abierta! Hasta que el monstruo que llevaba su cerebro lo devoró. ¿Ves? ¡Eres afortunado-afortunado!
Aterrorizado, el niño quiso retroceder, pero las paredes lo impedían. Tres-dedos siguió acercándose. Su pie lleno de llagas atravesó el umbral entre las sombras y la luz verdosa. ¿Era aquello que se movía sobre él un gusano?
—Afortunado de servir a Kreesqeetil. A la hora decimotercera la campana tañerá trece veces y su «Ilustrratísimo» nos mandará llamar para servirle en sacristía. No podemos acceder al templo, somos todavía impuras cosas-humanas, pero podrás asomar el hocico y escucharlo. Conocerás la Gran Ascensión, cuando los hijos de la Cornuda emergeremos del subsuelo y devoraremos todo. Entonces agradecerás ser uno de nosotros y no uno de ellos. Está cerca-próximo, ¡Kreesqeetil lo ve! ¡La Cornuda ya sostiene el mundo entre sus patas! ¡Carcome sus entrañas! —Tres-Dedos, arrebatado por el fervor, saltó al frente y quedó iluminado por Morrslieb. Su impronta era decadente: contrahecho como sus amos; la piel enfermiza apenas recubría sus costillas; le faltaban tres dedos de una mano, pero también dos de otra, nariz y ambas orejas; y lo más siniestro: tenía cola de roedor y toda suerte de injertos repugnantes— ¡Las cosas de la superficie deben pudrirse-gangrenarse, serán la carroña prometida!
Tres-dedos bajó la mirada y la clavó en el niño. Sus ojos brillaban como los de las ratas que presenciaron su llegada a aquella ciudad de la locura donde los roedores caminaban a dos patas y los hombres a cuatro.
»Ratoncito… Me temo que Kreesqeetil te sacrificará durante la ceremonia. La Cornuda se complace en sangre joven. —Tresdedos se acercó más y el niño dejó escapar un gemido. Su podredumbre eclipsó el hedor del cubil. El veterano esclavo pasó su lengua sobre los labios—. Dado lo bueno que he sido contigo, ¿me dejarás mordisquear-roer tus orejitas? Si no lo hago yo, otros lo harán… ¿verdad que sí, me dejas-dejas?
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